Ante la actual impostura espiritual del mundo y especialmente de la Iglesia, existe el riesgo de caer en dos errores que gusto en llamar falsas esperanzas. Una peca por desesperanzada (y desesperanzadora); la otra por ser propia del más ciego: el que no quiere ver.
La Iglesia se enfrenta a la coyuntura más adversa de la historia. Sí, todos sabemos que ha habido muchas crisis en la historia de la Iglesia, y no estamos en occidente ante ninguna persecución sangrienta como las que vivieron los primeros cristianos. Pero las sociedades actuales de occidente son peores que aquellas a las que se enfrentaron los primeros cristianos: porque es peor la apostasía que la ignorancia.
Las sociedades de la antigüedad vivían lejos de Dios porque no conocían a Cristo. Eran ignorantes. Nuestras sociedades están en una coyuntura aún peor, porque han conocido a Cristo y luego le han dado la espalda. Y se me viene a la cabeza aquello que pasó a un hombre del que echaron un demonio, y que, pasado el tiempo, al regresar el demonio y encontrarse la casa limpia y ordenada, llamó a siete peores que él para volver. Nuestras sociedades, al echar a Dios de su seno han dejado la casa vacía y libre para que los demonios que se fueron traigan con ellos a sus amigos.
Así tenemos hoy cosas como el altar satánico que fue instalado en el Capitolio de Iowa y otras como la de este Eurovisión, en el que Irlanda ha presentado un ritual satánico en toda regla como canción. Todo esto sin hablar de cuestiones como el aborto, la ideología de género o la eutanasia, que recientemente se han tratado en el Documento Dignitas Infinita del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.
Ante esta coyuntura existen dos posturas erradas.
La primera es la de aquel que es consciente de la gravedad de la presente coyuntura, y hace alarde de su virtud y de la esperanza que pone en Dios. Sabe que Cristo salvará la Iglesia, pero adolece de una profunda falta de visión sobrenatural. Vive con una nube de pesimismo a la que gusta llamar realismo o no ser estúpido. Todo lo que va mal en la Iglesia, los pecados de nuestros pastores, las flaquezas de la Jerarquía, las ambigüedades, la influencia de las estructuras de pecado en la propia Iglesia… todo eso le hace tener una cara, en expresión del papa Francisco, avinagrada. Es el tipo de gente que gasta tiempo y esfuerzo en que a todos les quede claro lo mal que va todo, y que tal o cual obispo debe ser señalado porque ha hecho tal o cual cosa con una cierta ambigüedad o cobardía. Y no es que la crítica no sea algo legítimo cuando se hace con caridad, sino que todo exceso es malo.
Digo que a esta persona le falta visión sobrenatural porque en las contrariedades es incapaz de ver la mano de Dios. Esta persona sabe que Cristo salvará la Iglesia, pero cree que la salvará si hace lo que él dice o lo que a él le parece. En el fondo no está confiando en Dios, sino en sí mismo, y por tanto, no tiene verdadera esperanza. Porque su esperanza no está en un Dios amoroso y omnipotente, sino en que ese Dios no dejará que las cosas sigan sin hacerse como a él le parece eternamente. Es una actitud soberbia, infantil y caprichosa, que bajo una fachada de virtud y esperanza en Dios en realidad trata de atar las manos a Dios, de reducirlo para que entre en unos esquemas preconcebidos que, al fin y al cabo, son humanos. Su actitud se sintetiza muy bien en una frase que decía un sacerdote que conozco: “No hay nadie peor que quien quiere hacer la voluntad de Dios a pesar de Dios”.
La segunda postura es errónea porque basa su actitud esperanzada en la ceguera. En la negación o ignorancia de la realidad. Son el tipo de personas empeñadas en que “no nos va tan mal”. Suelen ser las que te dicen que en la Iglesia siempre ha habido pecado y que en tal o cual época la cosa era muy poco seria y había un gran declive moral. Quizá mencione algo de cierta época de la Iglesia conocida como la pornocracia. Ante esto, léase lo dicho sobre las sociedades que echan a Dios de su seno. Puede que arguya que al menos ahora no nos persiguen. La cuestión que me surge ante esto es: ¿Medimos la situación de la Iglesia en si le persiguen o no; o mas bien en si está cumpliendo su finalidad: la santidad de todos los hombres? ¿Van las almas de las sociedades occidentales a grandes rasgos camino de la santidad? ¿Hacia el cielo? No pretendo condenar a nadie al infierno, por supuesto (nada hay más desdeñable que el que desea, por veladamente que sea, la perdición de su hermano), y solo Dios conoce lo que hay en el corazón de cada hombre. Solo planteo la pregunta de si realmente la situación en Occidente “no es tan mala” o si “se está exagerando”. ¿En qué otro momento de la historia se abortaban vidas en el vientre de sus madres por las cifras de cientos de miles cada año?
La persona que cae en este error teme que reconocer la realidad le lleve a caer en la desesperanza velada del primer perfil que hemos tratado. O quizá teme la responsabilidad que tendría que asumir si el mundo y la Iglesia realmente están tan mal. Puede incluso que sencillamente la comodidad sea, al fin y al cabo, muy cómoda. En definitiva, el segundo perfil adolece también de falta de visión sobrenatural, pero esta vez para ver las estructuras de pecado y tras ellas la mano del Maligno (que existe) en el mundo. Esto le lleva a confundir optimismo y alegría con no ver la realidad ante sus ojos.
Ante esto, ¿cómo se llega a la verdadera esperanza?
Es necesario darnos cuenta de que, precisamente, la desesperanza que hay cuando todas las fuerzas humanas fallan, es lo que a los cristianos nos debe dar esperanza. “Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra liberación” (Lc. 21, 28). No olvidemos que Dios triunfa transformando las derrotas. Somos fuertes en nuestra debilidad, como decía el Apóstol. Estar crucificados es nuestra verdadera esperanza, pues toda cruz es una promesa de resurrección. Toda cruz será transformada. Tenemos fe en el triunfo de Cristo sobre el mal, y sabemos que todo es para bien: incluso lo malo. Sobre este triunfo de Cristo se cimenta una sana esperanza, que llena de alegría y optimismo.
Con visión sobrenatural, además, sabemos entender lo que nos enseña el número 677 del Catecismo: “La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal”. La Iglesia, como Cristo, debe ir a la Cruz. Así entenderemos que cuando las cosas vayan mal la solución no es ni ignorarlo ni tratar de que la Iglesia funcione como a nosotros nos parece. La guerra sigue siendo la de siempre: una guerra espiritual, y las armas siguen siendo las de siempre: Sacramentos, oración, mortificación y evangelización. Si cada uno en su lugar es santo, entonces estará dejando que Dios actúe en su Iglesia y a través de ella, en el mundo. Y hace mucho más que con cualquiera de las dos falsas esperanzas. Vivamos con la seguridad de que tras esta Cruz aguarda el Reinado Social de Cristo, una verdadera Resurrección.
Es una profunda realidad del cristiano: no tenemos esperanza porque las cosas no vayan mal. Tampoco la tenemos a pesar de que las cosas vayan mal. No: nosotros tenemos esperanza precisamente porque las cosas van mal. Seguimos el mismo camino de Cristo. Nuestra esperanza es la Cruz. Al final, todo pasa por ser conscientes de que la Noche es tiempo de Salvación.