Todos somos misioneros
“Nadie va al paraíso solo. Solos se va al infierno. A lo mejor con ocho rosarios encima, destilando agua santa, embutidos de estampitas y después de haber comido kilos de eucaristía. Pero, solos, os quedáis en el infierno” (Rosini, 2020) Sin duda es este un comienzo brusco, mas la frase citada expresa la vocación fundamental del hombre: la comunión. En el fondo, es una invitación a ser misioneros. Todos estamos llamados a serlo. Los cristianos, por el bautismo que nos da experiencia de muerte y de vida. Y los no cristianos también, por su pertenencia a la gran Iglesia de la Humanidad.
En la España y en la Europa de nuestro tiempo no está de moda creer en Dios, y mucho menos en la Iglesia. Hijos de la Ilustración, creemos que la razón es el juez supremo que puede dirimir la verdad o falsedad de algo. No nos paramos a pensar que somos seres finitos y, como tales, nuestra razón es limitada. Que si ceñimos la verdad a algo que pueda caber en la estrecha circunferencia de nuestra cabeza, nos perderemos todo aquello que va más allá del hombre.
Quien escribe estas líneas parte de una convicción radical. Que hay algo que el hombre no puede comprender, porque es más grande que él. Ese algo es en realidad un Quien. Un ser eterno que ha querido irrumpir en la Historia, nacer para enseñar con su vida, con su pasión y su muerte qué es vivir verdaderamente: entregar la vida por amor.
En eso consiste la misión: entregar la vida. La razón nos dice que dar algo implica perderlo. Pero el misterio revela que dar implica tener para siempre. Porque no somos mónadas, sino un yo con un tú, como decía Wittgenstein. Todos estamos llamados a ser misioneros porque todos estamos llamados a ser Iglesia.
En sentido amplio, la Iglesia es la Humanidad (Guardini, El sentido de la Iglesia).
Por eso, cuando la Iglesia ora en la misa, ora con todos los que formamos parte de ella, estemos o no presentes, creamos o no en ella. Ahí estamos todos. Creyentes, bautizados, no bautizados, ateos, agnósticos. Por eso, cuando el mundo sufre, sufre la Iglesia. Y el mal que un hombre produce pesa en el corazón de la iglesia. Las heridas que se infligen a la sociedad o que la sociedad se autoinflige, sangran en el cuerpo de la Iglesia. Marcan el corazón de cada hombre.
¿Dónde está tu hermano? Le pregunta Dios a Caín. Y él contesta: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? (Génesis 4, 9-16)
La respuesta es sí. Somos responsables del otro.
Célebre es la prescripción evangélica: ama a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22, 39-40). Se piensa que quiere decir: igual que te amas a ti, ama a tu prójimo. Pero no es así. Significa: ama a tu prójimo en cuanto el prójimo es tu mismo. Amando a tu prójimo te estás amando a ti mismo. Esto es lo que fundamentalmente lleva a la Iglesia a ser misionera. Es más, si no fuera misionera, no sería Iglesia. Porque nace precisamente para servir a la misión. Para que el hombre, entregando su vida a otros – otros que forman parte de él mismo – sea verdaderamente hombre y viva eternamente.