Ignasi Grau, director de OIDEL.
De vez en cuando, mi familia se reúne para compartir el pan. Se trata de una tradición muy arraigada, al igual que lo que sigue a cada comida: permanecer a la mesa para hablar de todo y de nada. A veces la discusión se queda cerca de casa, pero la mayoría de las veces el tema es la política.
Cuando era niño, me animaban a ir a jugar con mis primos durante estas conversaciones. Sin embargo, me fascinaban las discusiones sobre por qué este político estaba equivocado, o por qué aquella política era lo que mi país necesitaba. De vez en cuando, escuchaba opiniones directamente opuestas a las que había oído de mis padres, lo que me resultaba inquietante. Sin embargo, unos años más tarde, en una visita a casa desde la universidad, me encontré participando en una de estas discusiones. Había desarrollado las herramientas para juzgar las opiniones expresadas, y mis puntos de vista se tomaban en serio, hasta el punto de que con el tiempo influiría en las opiniones de mis familiares.
Pero ¿qué había cambiado? ¿Qué me permitió crecer y llegar a ser capaz de debatir temas importantes con respeto y seriedad? Como habrás adivinado, atribuyo gran parte de este crecimiento a mis experiencias en la universidad. Allí prosperé. Me encantaba confrontar ideas, tanto en el aula como fuera de ella. Disfrutaba especialmente con los profesores visitantes, sobre todo cuando me exponían ideas y argumentos que nunca había oído antes. Estas experiencias me ayudaron a convertirme en un interlocutor, un miembro de mi familia y un ciudadano más responsable.
Hoy, sin embargo, es cada vez más difícil para los estudiantes cultivar las virtudes necesarias para este tipo de crecimiento. Esto se debe a que muchas universidades occidentales se muestran hoy escépticas ante el concepto del libre intercambio de ideas. Este es uno de los ejemplos más conocidos (y más alarmantes) de la tan debatida «cultura de la cancelación». Me preocupa profundamente que en muchos centros de enseñanza superior impere una cultura que lleva a los estudiantes a protestar contra los académicos que mantienen -o supuestamente mantienen- posturas controvertidas. Peor aún, puede incluso llevar a las universidades a no invitar a profesores visitantes. Creo que este debate sobre la cultura de la cancelación es crucial y, para entenderlo, debemos reexaminar la naturaleza misma de la educación, cuál es el «derecho» a ella, el lugar de la libertad en ella, por qué la definición de libertad se está convirtiendo en un problema creciente y cómo una definición clásica de libertad puede ayudarnos a superar las crecientes tensiones.
¿Cuál es el objetivo de la educación?
A menudo se nos dice que la educación es un derecho humano. Si esto es cierto, entonces, como todos los derechos humanos, debe estar directamente enraizada en la dignidad humana. Teniendo esto en cuenta, debemos considerar la educación como una realidad que va más allá de un gasto público, una inversión o una herramienta política. Desde esta perspectiva podemos responder cuál es el objetivo de la educación: ¿es la equidad? ¿transformación social? ¿otra cosa?
Para responder a esta pregunta más allá de sus ramificaciones puramente políticas, es pertinente recordar lo que decía el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana». Podemos observar esta formulación en muchas otras constituciones europeas, lo que muestra el consenso en torno a este objetivo. El hombre llega a ser plenamente él mismo a través de la educación. No se trata, por supuesto, de una idea novedosa, con raíces no sólo en la Ilustración o el Renacimiento, sino incluso en la antigua Grecia. Podríamos reformular la frase en un lenguaje sin adornos diciendo que el derecho a la educación permite al ser humano convertirse en una persona plenamente integrada y madura. El objetivo de la educación, por tanto, no es sólo preparar a alguien para un trabajo, sino ayudarle a comprender quién es y el mundo que le rodea. Esto es válido para toda la educación, incluida la educación superior.
Libertad y educación
La libertad es una característica crucial del derecho a la educación.
A pesar de los esfuerzos de algunos izquierdistas por presentar la libertad de educación como una invención reciente de los teóricos conservadores o libertarios, esta libertad ha sido reconocida por diferentes tradiciones jurídicas desde hace siglos. Además, el artículo Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el «derecho preferente» de los padres «a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos». En la misma línea, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas reconoce la libertad académica como piedra angular del derecho a la educación. Y sí, incluye los derechos de la comunidad académica «a perseguir, desarrollar y transmitir conocimientos e ideas, mediante la investigación, la enseñanza, el estudio, el debate, la documentación, la producción, la creación o la escritura». Tanto la libertad de los padres como la libertad académica desempeñan un papel fundamental en la realización de otros derechos, como las libertades de pensamiento, conciencia y religión. Cualquier experto honesto en derechos humanos está de acuerdo en este último punto.
¿Hasta qué punto, pues, concierne la libertad a los estudiantes universitarios?
A los padres se les reconocen responsabilidades, derechos y deberes hacia los niños en el ámbito de la educación. La falta de desarrollo de un niño significa que no puede ejercer adecuadamente sus derechos sin ayuda y, por lo tanto, se considera que los padres son los actores más adecuados para ayudarle a crecer y convertirse en alguien que haga un buen uso de sus derechos. Por eso la Convención de los Derechos del Niño de la ONU dice que ciertos derechos son ejercidos por los padres «en consonancia con la evolución de las facultades del niño». Esto implica que, una vez que el menor alcanza la madurez, pasa a ser plenamente responsable de ejercer bien su libertad. Este momento de paso a la responsabilidad es especialmente claro una vez que alcanza la mayoría de edad, que, no por casualidad, suele coincidir con la edad en la que puede acceder a la universidad.
¿Cuáles son las tensiones en torno a la libertad?
¿Cómo debemos entender la libertad en relación con los estudiantes y profesores de la enseñanza superior? La libertad, al igual que muchas grandes palabras como felicidad o democracia, está llena de matices, por lo que nunca ha dejado de suscitar discusiones. Más allá de los debates sobre la libertad positiva y la libertad negativa, encontramos un debate antropológico sobre los fines de la libertad, que es esencial para entender la educación.
Podemos contraponer dos concepciones diferentes de la libertad. Por un lado, tenemos la forma clásica, griega, de entender la libertad. Según esta concepción, el ser humano tiene pleno dominio de sus actos y es plenamente responsable de ellos. Esta visión presupone que el ser humano depende de sus circunstancias y reconoce la capacidad humana de conocer la verdad, el bien y la belleza. La libertad no es sólo una característica del ser humano, sino un medio necesario para acceder a lo bueno, lo verdadero y lo bello.
Por otro lado, la segunda idea de libertad la conceptualiza como emancipación. Sostenida por muchos filósofos modernos, esta concepción se centra en la capacidad del hombre para liberarse de sus circunstancias y provocar el cambio. Desde este punto de vista, la libertad tiene que liberar al ser humano de sus circunstancias y objetivos morales establecidos; la libertad es un fin en sí misma.
Mientras que la primera concepción de la libertad aspira a apropiarse de lo heredado, a cultivar lo verdadero, lo bueno y lo bello y, posteriormente, a actuar en consecuencia, la segunda aspira a emancipar al individuo de su herencia y a permitir que el ser humano defina su propia ley. Podemos extraer algunas conclusiones de estas visiones contrapuestas de la libertad.
La primera concepción, la clásica, no impone una noción de verdad o bondad, sino que reconoce su existencia y reconoce los logros de las generaciones pasadas como parte de un largo y arduo camino de la humanidad. La libertad es fundamental y necesaria para continuar este camino.
La segunda concepción considera la libertad como el fin último del hombre. Por tanto, la libertad sólo se alcanza cuando el individuo supera las normas tradicionales opresivas para definir su propia ley moral. La noción de verdad o de bondad no es relevante o ni siquiera posible. Este camino quiere aplastar todos los yugos a los que está sometido el ser humano. Los antropólogos que se centran en la educación, como José Ignacio Murillo, se muestran escépticos ante su validez. Murillo sostiene que hay tres características del ser humano: crecimiento, libertad y dependencia, características especialmente significativas para el campo de la educación.
El ser humano depende no sólo de las leyes de la naturaleza, sino también de los demás y de nuestras decisiones previas, como individuos y como miembros de grupos. La dependencia del ser humano puede observarse cuando nos referimos al ser humano como sujeto. Esta dependencia puede entenderse y modificarse de diferentes maneras, pero en esencia no puede eliminarse. Por lo tanto, centrarse exclusivamente en una noción de libertad como emancipación condena al ser humano a un ciclo interminable de liberación. Ciertamente, la libertad como emancipación ha servido a la injusticia social en algunas ocasiones. No obstante, si el objetivo final de la libertad es la emancipación, estaría justificado que la gente luchara contra las acciones de aquellos ciudadanos que sugieren cualquier tipo de dependencia de otros seres humanos. Incluso si tales sugerencias se plantean únicamente a través de discursos.
Debemos recuperar la concepción clásica de la libertad, ya que la moderna nos condena a una lucha asfixiante e interminable contra nuestra naturaleza, contra nosotros mismos.
Libertad en la enseñanza superior en el siglo XXI
La oposición a la libertad de expresión no es el único peligro al que se enfrenta la universidad contemporánea. La violencia en los campus es un fenómeno creciente en todo el mundo occidental. Las tensiones en torno a determinadas conferencias o áreas de investigación, o la violencia en torno a determinados profesores visitantes son cada vez más frecuentes tanto en Europa como en América.
Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, en su popular libro The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, sostienen que la generación iGen (nacidos entre 1995 y 2012) se siente más vulnerable y frágil que las generaciones anteriores. Este sentimiento de vulnerabilidad, junto con un enfoque cada vez más maniqueo de la vida pública, ha provocado cada vez más protestas en los campus universitarios.
Estas realidades sociológicas, junto con la concepción de la libertad como emancipación, han demostrado ser una combinación explosiva. Como he argumentado anteriormente, el principal objetivo de la educación es el pleno desarrollo de la personalidad humana. Para desarrollarse plenamente, el estudiante debe participar en discusiones incómodas, leer autores que no le gustan y escuchar opiniones fuera de su zona de confort. Como dijo el anterior presidente de la Universidad de Chicago, Hanna Holborn Gray, «la educación no debe tener como objetivo hacer que la gente se sienta cómoda; su objetivo es hacerla pensar. Las universidades deben proporcionar las condiciones en las que el pensamiento duro y, por tanto, el desacuerdo fuerte, el juicio independiente y el cuestionamiento de suposiciones obstinadas, puedan florecer en un entorno de la mayor libertad». Si la libertad no tiene por qué llevarnos a ninguna parte, sino exclusivamente a superar la opresión y a definir nuestra propia ley moral, ¿cómo convencer a un estudiante ansioso de que tolere y participe en un debate con un profesor que se enfrenta a uno de los pilares de su propia ley moral? ¿Qué propósito podemos presentar al estudiante, si no es la verdad, la bondad o la belleza?
De hecho, frases como la afirmación bíblica de que «la verdad os hará libres» (Juan 8:31) o «la belleza salvará al mundo» de Dostoievski se consideran provocadoras e insultantes en algunos campus universitarios hoy en día. Pero si no reconocemos la objetividad de la verdad, la bondad y la belleza, ¿qué sentido tiene la ciencia? ¿Por qué gastamos tanta energía en política? ¿Y qué hacemos en las clases de bellas artes? La libertad, entendida clásicamente, es esencial para la educación superior. Nos capacita para participar juntos en la búsqueda del conocimiento y colmar nuestra sed de verdad, bondad y belleza.
Los poderes públicos, así como los responsables de las universidades, deberían evitar adoptar en la educación una noción global de la bondad. Sin embargo, deberían reconocer que es a través del conocimiento como estamos más cerca de llegar a comprender la bondad, la verdad y la belleza. Debemos recordar que es mediante el debate sincero y la confrontación de ideas como aumentamos el conocimiento científico. Como dice el viejo adagio: «La inversión en conocimiento paga los mejores intereses».
Volvamos al punto de partida: la mesa del comedor. No permitir que los oradores entablen un debate me recuerda a cómo me trataban mis padres cuando era niño, mandándome fuera de la habitación a jugar o simplemente cambiando de tema. Si realmente respetamos a nuestros alumnos y esperamos que se conviertan en adultos de pleno derecho capaces de mantener un intercambio maduro de ideas, debemos garantizar que las universidades sean espacios abiertos al debate. Cualquier otra cosa es infantilización.
Artículo original en The European Conservative.