«Vida inquieta, frenesí de la ambición desmedida… ¡Qué mal comprende la vida el que la comprende así!
La vida no lo merece: que esa ambición desmedida es planta que no florece en los huertos de la vida
Vida serena y sencilla yo quiero abrazarme a ti que eres la sola semilla que nos da flores aquí. «
De esta manera sonaban los sabios versos que un día nacieran de esa vibrante alma poética que José María Pemán encarnaba y de la que nosotros hoy disfrutamos. Es menester sacar a relucir estas palabras que, si bien son las hijas contrarrevolucionarias del siglo XX, constituyen un grito ansioso a la sociedad de nuestros días con el fin de erradicar la ignorancia en el arte de vivir en la que el hombre moderno se halla sumido.
Aprovechando las ansias de lujos, de prestigios humanos y de ascensos sin saber a dónde ni para qué, las grandes consultoras y Big Four logran engrosar las filas de jóvenes que les consagran sus vidas. A paso acelerado cada vez más almas van quedando atrapadas en las pompas de un mercado que siempre se sale con la suya. Sin ser consciente, la persona se transforma en un simple instrumento al servicio del capital, eso sí, ataviada de chaqueta y corbata entre action plans, networkings, quick wins y demás ridículos anglicismos. Sin saber muy bien qué hace ni para quién, se embulle en la sociedad del correr a todos lados sin un destino claro, en un mundo de abstracción, de deshumanización del trabajo y de aceleración laboral.
Al finalizar la jornada de once horas y antes de llegar a la habitación alquilada en un piso de la gran ciudad junto a otros tres treintañeros, pasa por la farmacia para comprar la dosis de ansiolíticos que a la mañana siguiente le permitirá volver a la planta 47 y poder seguir sirviendo a esa realidad especulativa que a duras penas llega a saber definir. En medio de este afán desmedido de éxitos y reconocimientos humanos, el ser torna en un estado de permanente tensión, insatisfacción e ingratitud que tanto bien hace al colectivo de psicólogos. Pero es que son estos los frutos ineludibles de un estilo de vida anti natura y de la vanidad que, en muchas ocasiones, encabeza las mencionadas aspiraciones.
No existe alma sobre la tierra que no ansíe amarrar en el puerto de la felicidad y de la paz existencial. Mas, para alcanzar esta meta, bueno sería atender a la pluma del poeta y repensar nuestros afanes vitales: ni voy de la gloria en pos, ni torpe ambición me afana y al nacer cada mañana tan sólo le pido a Dios casa limpia en que albergar, pan tierno para comer, un libro para leer y un Cristo para rezar. Decía Chesterton que una mirada sobrenatural de la existencia convierte al hombre ordinario en un ser extraordinario. Y es que, si nos afanásemos por lograr la santidad en los pequeños detalles de lo ordinario de cada día; en hacerlo todo por Amor, no habría cosas pequeñas: todo sería grande. Hoy, son muchos los dispuestos a hacer cosas exorbitantes, pero muy pocos los dispuestos a hacer grandes las cosas pequeñas.
Lejos de ser este escrito un llamamiento a la mediocridad -pues nada hay más despreciable que un espíritu tibio y aburguesado- son estas líneas una apelación al heroísmo que supone el cumplimiento humilde y perfecto del deber de cada momento. Así lo afirmaba, con la rotundidad propia de un santo, aquel sacerdote aragonés del siglo pasado: la perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo.
Trata de ser éste un canto a la humildad para aprender a amar una vida sencilla y natural, requisito indispensable para lograr la felicidad, la paz y la salud mental que todo hombre persigue. Una oda a esa santidad que emana de la aceptación de la voluntad de Dios allá donde nos reclame para servirle. Un estímulo para saber apreciar y disfrutar de todos los pequeños regalos que Dios nos concede cada día, pues las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas.
En un contexto de menosprecio de la familia en pos del “éxito personal” y en el que el luciferino non serviam se nos presenta como el único programa vital plausible -pues nada ni nadie parecen merecer la entrega de la propia vida y todo ha de ser escalón para subir no se sabe adónde ni para qué- bueno es recordar aquella frase del autor inglés: no hay nada más extraordinario en un mundo como el nuestro que un hombre ordinario, su mujer y sus hijos ordinarios en su ordinario hogar.
Sería faltar a la verdad el negar que en determinadas ocasiones podremos ser llamados para colosales designios a los ojos del mundo. Mas no serán estas empresas instrumento de vanagloria de nuestra pobre persona –non nobis Domine, sed Nomini Tuo da gloriam– sino para gloria de Dios y bien de la Civilización. Al obrar con rectitud de intención haremos realidad esas palabras del poeta; conciencia tranquila y sana es el tesoro que yo quiero. Florecerá, entonces, en nuestro corazón ese sentir de satisfacción y paz que brota del saber que se hace lo correcto. Pero, aún cuando ese momento llegase, continuará nuestro elogio a la vida sencilla.