Desde hace décadas y hasta ahora, el pensamiento liberal-economicista y sus portavoces en nuestras latitudes han pretendido socavar no ya la legitimidad de este o aquel régimen político o de esta o aquella forma estatal, si no en conjunto, la legitimidad de toda “intervención pública”, o sea, de todo lo político. Y ciertamente esta posición ha ganado no pocos adeptos en parte del espectro de la no-izquierda española. Se trata de un pensamiento que nos parece a todas luces incompatible con el pensamiento político tradicional. Nos cuesta imaginar a Aristóteles, Cicerón, a los Padres de la Iglesia o a Santo Tomás, negando la realidad de la dimensión política y social del hombre, rechazando la natural organización en comunidades políticas, cuestionando la legitimidad de una justa autoridad política o descartando la existencia de un bien común como finalidad propia y especifica de la Polis. Cosa distinta claro, es que estos pensadores sacralizasen lo político, cosa que no hicieron en ningún caso, pues muchas veces nos advirtieron de las peligrosas desviaciones, desafíos, degeneraciones y peligros que el ejercicio del poder conlleva. Una respuesta sistemática a esta posición liberal-economicista habrá de abordarse por los doctos en la materia. Sin embargo, sí cabe hacer una breve defensa de una de las víctimas favoritas de nuestros amigos liberales: los servidores públicos. En efecto, es oportuna una defensa del servicio prestado a nuestra comunidad política, a España, por tantos españoles durante tantas generaciones, frente a las constantes críticas del mundo liberal-economicista. Y no una defensa desde la visión progresista, en el fondo también utilitarista y economicista, sino más bien desde las coordenadas del pensamiento tradicional y social. Desde nuestra perspectiva, claro está, los funcionarios no resultan ser esos burócratas grises, desalmados y maximizadores del gasto, proyectados y caricaturizados por la literatura liberal, más bien los concebimos como uno de entre tantos grupos llamados a cumplir su función al servicio del bien común. Y, si desde las coordenadas ideológicas del liberalismo-economicista, todo servidor público es, en el mejor de los casos, un mal necesario, desde la tradición podemos decir, mucho más justamente, que todo servidor publico es, o está llamado a ser, un servidor del bien común. Por ello se apuntarán tres razones por las que merece la pena defender a los servidores públicos.
Conviene hacer, no obstante, dos aclaraciones previas:
La primera es que la riqueza de la realidad nos debe hacer huir de las abstracciones y de los tipos ideales, al menos en este punto. Naturalmente, funcionarios los hay galdosianos, vagos, interesados y oportunistas. Y los incentivos también son susceptibles de diseñarse mejor. También los hay vocacionales o centrados digamos, en lo crematístico. Lo importante es poder separar la sustancia del accidente y con ello obtener una visión ajustada del servidor público, de lo que es y de lo que debería ser, y de cuanta distancia hay entre esos dos puntos. Del mismo modo que sería reduccionista ver en cada servidor público una encarnación de las virtudes civiles de Catón el Censor o de Cincinato, igualmente pacato sería reducirlo a un individuo maximizador de las vacaciones y de la hora del café y minimizador del esfuerzo. Si acaso, esa segunda imagen es la consecuencia de la aplicación mecánica de las doctrinas utilitaristas propiamente liberales.
En segundo lugar, es conveniente aclarar que el servicio público y su defensa no significa la alienación con un determinado régimen político o incluso con el propio paradigma estatal. En efecto, ibi societas ubi ius y también, allá donde haya sociedad humana, existirá un servicio específicamente dedicado al bien común y al orden político-administrativo que se haya desarrollado. Evidentemente, en las últimas centurias en Occidente, el servicio público se ha incardinado en el marco de la moderna estatalidad y de los Estados-nación, pero mientras subsista lo político, ósea, mientras el mundo sea mundo, es seguro que habrá de subsistir una estructura específicamente desarrollada para cumplir el servicio directo a la comunidad política. Si esto es así, con mucha más razón no debe identificarse al servicio público con las ideologías progresistas o woke que, cuando acceden al poder político, utilizan las herramientas del Estado para implementar su agenda. Por obvio que resulte, no faltarán quienes tiendan a identificar funcionariado y agenda progresista, cuando en realidad, se trata de realidades independientes. Todos los cuadros de funcionarios públicos que han servido a comunidades políticas que promovieron la conservación del orden y la ley natural, desmienten esa afirmación.
Hechas estas consideraciones previas, podemos ya abordar tres razones por las que merece la pena defender el servicio público frente al liberalismo-economicista:
La primera razón es la dimensión vocacional que tradicionalmente concurre en muchos de los servidores públicos, hasta el punto de hablarse usualmente de la vocación de servicio público. Idea, la de vocación, deudora de la cosmovisión católica, por la cual el creyente es llamado a un determinado estado de vida. El servicio público es pues una llamada profesional al servicio, a cumplir, con un oficio, un fin y una misión que trascienden el cálculo utilitario y el análisis cuantitativo y mecánico del liberalismo economicista. Por supuesto que entendemos cuantas circunstancias pueden llevar a alguien a formar parte de un cuerpo administrativo: estabilidad laboral, salario asegurado, horario para conciliar. Pero, siendo fines legítimos, no son los que constituyen la vocación de servicio público. El servicio a un fin trascendente, a la comunidad política, histórica, cultural y concretado en el servicio a los conciudadanos es el fundamento de esta vocación. Un ejemplo servirá para ilustrarlo: parecería perfectamente inverosímil o al menos dejaría mucho que desear que un buen caballero cadete que ahora se forma en las Academias de nuestras fuerzas armadas, lo hiciera por un sueldo y no por una vocación, por una llamada a servir. Lo mismo podríamos decir, idealmente, de aquellos que se suman a las filas de la administración civil o de los cuerpos al servicio de la Justicia, entre tantos otros.
La segunda razón, por su parte, es que hay algo en el servidor público que al paradigma liberal-economicista le chirria sobremanera: El servidor público no produce. Es decir, no se incorpora en ninguna de las fases productoras del mercado, ni está sometido a sus normas, ni a sus lógicas. Es un terreno vedado a la mercantilización, como expresaría Byung-Chul Han. El funcionario pertenece al dominio de la racionalidad jurídica y política. Y eso es precisamente una gran noticia para la conservación del orden: En pleno siglo XXI, con el impulso del capitalismo global en su apogeo, que como un rey midas con acento de Palo Alto, todo lo que toca lo mercantiliza, hasta la propia procreación, las relaciones sociales y el tiempo libre, el funcionario ejerce la autoridad vicaria de lo político, la autoridad administrativa, fundada en la razón jurídica, no en la razón técnica, empirista y cuantitativa, como afirmó el maestro García-Pelayo. Así, el funcionario constituye aún una barrera o una restricción frente al poder omnímodo del paradigma global economicista y trasnacional. Dicho de otra forma: un sencillo funcionario, investido de autoridad administrativa, que no es económica ni mercantil, puede y debe, hacer cumplir la ley de la comunidad política.
En tercer lugar, el sistema de acceso y organización interna de los servidores públicos es una institución profundamente arraigada en España, orgánica, vertebradora de la comunidad política y hasta institución social. En efecto, persiste, con bastante prestigio y mucha tirria progresista el sistema de oposiciones y la organización en cuerpos administrativos. El primero constituye una institución secular española desde hace más de siglo y medio, enraizada en el paisaje social y costumbrista de la vida nacional. No en vano, hace ya más de setenta años, Ortega y Gasset definió las oposiciones como la fiesta nacional, junto con los toros, más arraigada y, digamos, arriesgada, de la tradición popular española. Las oposiciones, libres y concurridas han demostrado durante largos años ser una institución respetada por los españoles, precisamente por su buen funcionamiento y garantías. De ahí, posiblemente, la gran insistencia en erosionarlas hasta el desprestigio y desaparición. La segunda, la existencia de Cuerpos en la administración, a imagen y semejanza de los gremios y cofradías de la tradición organizativa española, coadyuva a la estructuración orgánica, no atomizada, de la vida interna de la administración, configurándose de nuevo como una restricción frente a la atomización y aislamiento del servidor público, frente al gerencialismo de cuño anglosajón. Parece esbozado pues, que el servicio público puede ser reivindicado desde los fundamentos tradicionales de la comunidad política. En un momento en que en España se están disputando, en el campo de las ideas, no pocas instituciones, no parecería acertado ceder también la realidad de los servidores públicos, al campo progresista, sino más bien reclamar la posibilidad de un funcionariado al servicio del bien común.
Autor: Alejandro Cubas Jiménez es Administrador Civil del Estado