Europa no se entiende sin el encuentro de tres ciudades: Atenas, Jerusalén y Roma. Este encuentro supuso la convergencia de la concepción del Estado de derecho, la noción de dignidad y protección del débil y la idea de libertad como capacidad de alcanzar lo bueno y justo. En otras palabras: la convicción de que el hombre era una criatura querida por Dios en sí misma, capaz del bien, de la bondad y de la belleza, debía tener una traslación y protección jurídica.
Nuestra alma común se construyó bajo estos ideales. Así, la protección de la vida, de la integridad física y de la libertad fueron apareciendo primero en declaraciones y, más recientemente, en las constituciones como derechos inalienables e innegociables. Las páginas más gloriosas de nuestro continente se explican gracias a la lucha por la defensa de la dignidad del ser humano frente a poderes despóticos y mercados despiadados.
No obstante, lo que fue el alma de Europa parece derrumbarse progresiva e inexorablemente. El blindaje francés del aborto como derecho en la Carta Magna resuena y repica en la catedral vacía en la que se ha convertido nuestro continente.
En 52 años, el aborto en Francia ha pasado de ser una tragedia despenalizada por razones de salud a un derecho constitucional. Con la excepción de un solitario disidente voto que amargó el consenso absoluto, el senado francés aprobó, bajo la sonrisa del guapo Attal, el aborto como un derecho, revertiendo los pilares alrededor de los cuales se reconocía la dignidad de los franceses, y estableciendo un consenso nuevo en la política gala.
Múltiples son las preguntas que nos podemos formular ante dicha promulgación ¿Era necesario proteger el aborto como derecho constitucional? ¿Será legítima la oposición abierta y pacífica a este nuevo derecho o, por el contrario, será perseguida? ¿Realza moralmente esta promulgación el aborto al mismo nivel que la libertad de pensamiento? Pero, sobre todo, ¿qué revela este cambio sobre nuestra antropología?
Señalaba el filósofo canadiense Taylor que nuestra época secular suponía el fin de una antropología común de la persona, pasando a una antropología deconstruida en pro de la emancipación del individuo. La idea de humanidad estaba ligada a nuestra capacidad de realizar el bien, la verdad y la bondad. “¡Qué humano!”, exclamábamos ante la compasión en medio de la tragedia, el testimonio valiente o “El beso” de Canova. Aquella protección de “lo humano” como experiencia común que roza lo divino queda desnaturalizada en la protección de una tragedia. Involucionamos de unos derechos que protegen nuestra libertad por su potencialidad, a unos derechos que protegen nuestra libertad en cuanto acto en sí mismo. La libertad deja de ser el medio para escoger el bien y se convierte en un menú de opciones ilimitadas.
Francia, otrora Fille aînée de l’Église, y aún corazón de Europa, decide romper el yugo de una concepción clásica y elevada del ser humano para construir una “nueva dignidad” basada en la autonomía. En medio de una gran crisis mundial y nacional, donde los gestos de esperanza brillan por su ausencia, este hito francés supone un cambio total en nuestro entendimiento del hombre. Pienso y repienso qué supone este reconocimiento, y lo único que intuyo es la desolación del espíritu de lo que un día fue Europa.
Ignasi Grau